Mi padre murió cuando yo tenía 16 años. Yo ocupé un lugar que no me correspondía. Busqué reemplazar inconscientemente a mi papá; me volví la proveedora, la que tomaba decisiones relevantes en la familia e intenté hacer feliz a mi mamá. 

De hecho, casi no salgo del hogar materno. Las peleas y discusiones entre mi mamá y yo fueron aumentando con el tiempo. Entonces me preguntaba “¿Por qué? Si yo soy la buena, la que se ha hecho cargo de ella?».

Con los años pude identificar la raíz del desbalance en las relaciones familiares. Comprendí que yo era parte activa en esas dinámicas malsanas. Que detrás de mis ganas de hacer mucho por todas, estaba mi necesidad de ser reconocida por mi papá y de llenar el vacío que dejaba su ausencia. 

Comprendí también que no podía salvar a mi mamá de su dolor. Que esa no era mi función como su hija. 

Hoy te puedo decir que me sigo observando en mi relación con mi madre. Es una relación linda. Soy más paciente con ella. Aprendí a escucharla sin buscar cambiarla. 

Ella se mantuvo en su lugar de víctima. Ha sido su elección. Yo la acompaño, más no me ocupo de salvarla de su dolor.